Pasó otro ocho de marzo; y van ya más de cien; el día que el mundo entero dedica para reforzar la dignidad insondable de toda mujer. Y uno se pregunta cómo es posible que tengamos que dedicar de forma explícita un día para recordar algo que debería ser más que evidente. Y uno se pregunta también si estos reconocimientos públicos puntuales sirven de verdad para algo.
Pasó otro ocho de marzo y seguimos llorando por la muerte de cuatro Hermanas de la Caridad en Yemen, por el rapto de miles de niñas y de mujeres por los integristas islamistas, por la explotación sexual de otras tantas en países supuestamente civilizados y también por esa amiga, esa hermana o esa madre que son maltratadas a diario.
Va siendo hora de exigir responsabilidades personales, de ir al fondo del asunto y no quedarse en meros eslóganes, pancartas la mar de chulas o lacitos violetas para todos. Y es que si uno escruta en el interior de esas personas que desprecian y maltratan a las demás, quizá encuentre un pasado desgraciado, o una falta de autocrítica diaria y sí, por supuesto, un abandono total de las creencias y prácticas religiosas.
Les gusté o no a los que se consideran “progresistas”, la prueba de que una vida de piedad sincera, de una rica vida interior, es clave para dar la vida por los demás, que no quitarla, es el ejemplo real de estas cuatro monjas y de esos otros miles de misioneros que no abandonan a sus pobres y enfermos aunque estén amenazados por una muerte segura. Y todo porque un buen día el amor de Dios desbordó sus corazones de una misericordia que inunda el alma de todos los que les rodean.